Por Leire Agüero
Belinda abría los ojos
La primera luz del alba acompañaba su liviano parpadeo al esperado gorjeo de los pájaros. Observaba su suavidad al posarse en el señorial resquicio de los ventanales, entreabiertos.
El tintineo de los corceles rellenaba los espacios vacíos del aire. Ambos creaban así, en clave de sol, una melodía no escrita.
Los maliciosos sueños de Bela se perdían en los espacios fingidos, dejando a sus latidos meditando.
Belinda respiraba, profundamente
La doncella adentraba en sus aposentos. Su amplia sonrisa caminaba como posándose entre nubes de algodón de azúcar. Retiraba con presteza los cortinones.
La luz se incorporaba, se amarraba inmediatamente a cada rincón; rozaba las mejillas de Bela; recorría su cabello, su terso y esbelto cuello; continuaba acariciando las finas telas que cubrían su cuerpo creando leves movimientos.
—Bela —requieren su presencia—.
El anuncio de la corneta se unía a la voz del mayordomo y a su melodía imaginaria.
Un gallardo caballero llegaba de tierras lejanas, fatigado.
Bela se apresuraba
Con quietud, en el gran salón esperaba.
La puerta del castillo daba paso al caballero Las Fuentes, seguido por su arrollador séquito.
—Bela, su visita. — pregonaban.