Por Leire Agüero
Belinda se asomaba a la ventana.
Su largo vestido de hilo rosa recorría el suelo alfombrado, casi deambulando.
Sus sedosas telas se movían al compás de sus andares, cual bailarinas al son de una melodía lejana. Sus suaves manos retiraban delicadamente las cortinas de seda. Con sus enormes ojos desvelaba el basto paisaje.
Miraba y miraba desde las alturas.
Analizaba la estructura retorcida de los troncos de los árboles que tenía frente a sí; recorría sus imponentes ramas, sus intensas y arraigadas raíces, que asomaban por encima de la tierra.
Giraba la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda; lentamente, suavemente. Cerraba y abría los ojos; a veces rápido, otras, pausadamente.
Mientras…
Los jinetes caminaban en círculo: protegían el castillo, escoltados por fuertes caballos.
Bela pensaba…
– Mi príncipe llegará algún día a lomos de su corcel. Los frondosos arbustos que poseo dejarán ver su rostro y me uniré a él.
El príncipe aparecería. Clamaría su nombre con brío:
– ¡Belinda, Belinda! aquí estoy. Asomaos.
– Lanzadme vuestro precioso cabello. Deseo trepar y enredarme en vuestro pelo.
Belinda soñaba.