Por Leire Agüero
Todo ha estado oscuro a mi alrededor. Hacía frío y no tenía con qué cubrirme. Me sentía sola, muy sola. No podía compartir los segundos de mi vida. Estaba perdida. No daba con la salida: ese resquicio de luz que te atrae, te atrapa y te arropa. No discernía entre la risa y el llanto, la felicidad y la tristeza. Todo era un vaivén, un ton ni son.
Estaba perdida. Era un tropezar con una piedra y otra y otra… hasta que no sentía dolor. El dolor ya no era dolor, era un sexto sentido más. Perdía el aliento, la respiración. El aire no corría, me acosaba, estaba cargado de tristeza, de desidia, de desgana.
Las pocas fuerzas que recorrían en mi interior querían descansar, dejarse caer, dejarse llevar hacia esa oscuridad.
Algunas se resistieron a no encontrar la luz: deseaban recargarse de nuevo, brillar, llenarse de vida, rejuvenecerse…
Estas me empujaron.
Di a parar a un lugar verde, cálido, hecho de piedra, repleto de fogones, de tapetes, de vivencias, de años.
Ese lugar fresco olía a calor, a risa, a conversación, a vida, a ilusión, a fe.
Y ahí estabas tú.
Nuestras miradas se cruzaron sin mayor importancia.
En ese instante la luz llegó de repente.
Sin quererlo, sin buscarlo, sin necesitarlo.
Simplemente nació porque era el momento.
Ahora todo brilla, la luz brilla a mi alrededor.
Si tengo frío siempre algo cálido me abriga.
Disfruto de la risa y sopeso el llanto.
Ya no estoy sola.
Pienso en ti y me acompañas.
Seguiré tropezando con piedras, una y otra vez.
Esas piedras me servirán para aprender junto a ti.
Y llegaste tú.
Te encontré cuando no te buscaba.
Llegaste para dar luz a mi vida.